29 de marzo. Cañuelas, Argentina.

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Los pungas de Venecia

La necesidad tiene cara de hereje... digo, de gaviota. Escribe: Renato de Tellería.

Siempre admiré a esa gente que puede tomarse fotos alimentando con total desparpajo a las gaviotas, esas aves que pasan con su vuelo rasante sobre las cabezas de los pobres cristianos capturando al pasar el bocado que les ofrecen, lo que da como resultado una instantánea que parece espontánea. El fotografiado en cuestión termina (generalmente) agradecido.

Lo que sufrí por uno de esos demonios plumíferos superó mis expectativas. El incidente se remonta a mis primeras vacaciones en Europa, precisamente en noviembre pasado. Estaba en Venecia. Por fin habíamos logrado llegar a la ciudad de las callecitas inundadas, que uno puede recorrer en góndola. Debo admitir que son dignas de apreciar las casas antiguas ancladas desde centurias, aunque uno no puede permanecer ajeno al olor, notable cuando se estanca. Pero a esa altura, después de haber recorrido el viejo continente durante veinte días, no pude contemplar la totalidad del paisaje urbano. Estaba cansado y bastante atolondrado.

Todo a colación de que venía viajando con un tour, formado en su mayoría por argentinos. Para completarlo terminaron sumándose dos matrimonios de mexicanos y una madre mayor con sus hijas colombianas.

El viaje incluía un recorrido de a pie por las pocas callecitas asfaltadas y uno se veía en la obligación de pasar por ellas en fila india dado lo estrecho de su arquitectura. Así que aproveché, como era pasado el mediodía, para comprar algo de comida.

Cualquiera en su sano juicio hubiera sido más inteligente que yo y disfrutado su roll de jamón, queso, lechuga y tomate dentro del local. No pude ser la excepción a la causa... Tampoco nadie me advirtió de los peligros externos, aunque debí ser previsor y atenerme a las consecuencias. Yo, muy contento con mi sándwich en mano y mi cabeza, como siempre, en otra, y además pasado de sueño porque viajar en tour puede ser muy lindo, pero uno tiene que adaptarse al ritmo y a las diferencias horarias. 

Parte del grupo había optado por ir de compras. Otros recorrían los alrededores. Y yo tuve la desgraciada idea de pasearme por una plaza llena de turistas y gaviotas tamaño perro bulldog. 

En un momento sentí algo que pasó frente a mis ojos y se instaló a pocos centímetros, parado en el suelo, acomodando detrás suyo sus enormes alas, con su plumaje blanco y brillante, con su pico punzante y mirada desafiante: parecía el patovica de todas ellas que me decía: ‘Tu comida o la vida’. Ante el susto y ver cómo degustaba parte de mi botín alimenticio, no tuve mejor reacción que arrojarle el sándwich.

La gaviota, todavía atorada con el primer bocado, abrió el pico para recibir el resto y emitió un graznido como de agradecimiento. Enseguida la rodearon algunas compañeras para apropiarse en una velocidad sorprendente de aquel (mi) alimento.

Mi idea no era agredir a ese pájaro punga, pero me sentí ofuscado ante su desparpajo y me deshice del roll antes de terminar picoteado por esos pajarracos de mal agüero. De más está decir que fui blanco de risas, y como si eso fuera poco un gallego que estaba cerca me dice: ‘'¡Ten cuidado, te comen la comida!’. Yo lo miré como si me estuviera tomando el pelo.

Me sentí totalmente desolado. No podía creer que estuviera a merced de esas depredadoras de sándwiches que merodeaban la zona.

Cuando les comenté la experiencia a parte de mis compañeros, uno me dijo que a él una le había picado la cabeza para distraerlo y cuando se rascó con una mano aprovechó la distracción para birlarle la comida. Parece que estas aves están naturalmente muy bien entrenadas (aunque si es por comer, capaz que les peleo el título).

Desde hacía algunos días tenía problemas de comunicación con mi celular, por lo que algunos amigos me facilitaban los suyos para comunicarme con mi familia. Los mantuve al tanto de lo sucedido y no les resultó para nada extraño que esas cosas me pasaran únicamente a mí.

Les dejé bien en claro que ante cualquier urgencia me contactaran a través del correo electrónico. Nada de molestar a mis compañeros de viaje con mensajes o señales de humo. Palomas mensajeras, menos. Vaya uno a saber si no eran cómplices de las gaviotas y antes de mandar el mensaje a destino pedían algún tipo de soborno. Y yo ya no tenía guita, ni siquiera un mísero pedazo de pan para distraerlas.

Renato de Tellería
Actor, escritor y un cuelgue permanente
@renato.detelleria

Escrito por: Renato de Tellería