26 de abril. Cañuelas, Argentina.

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La re combi que te parió

Cuando te das cuenta que la distancia es lo de menos.

Viajar en combi cuando medís más de un metro noventa está lejos de ser un privilegio. Ni siquiera si te toca el primer asiento individual de la fila, ya que invariablemente vas a tener que hacer un esfuerzo sobrehumano para despertarte y correr una de las piernas para dejar subir o bajar a algún pasajero. Pero siempre puede haber cosas peores. Por ejemplo, si te ubicás en los asientos dobles lograrás que una de las dos (o en su defecto, ambas) rodillas te queden asomando e inevitablemente pase uno y te pise el pie o te golpee la rótula y rogá no dormirte con el cuello colgando porque no faltará quien te acomode las ideas de un bolsazo y después llegarán, tarde, las disculpas.

Existe un rincón, en particular, que detesto más que todos. Considero que es el peor, y si el pasajero contiguo no es compinche, tenés que invocar de algún modo al espíritu del mago Houdini para poder entrar "holgadamente", ya que es la butaca que va por encima de la rueda. Por cuestiones lógicas se eleva algunos centímetros del piso haciendo que los lungos nos terminemos por masticar las rodillas.

Más allá de la altura es conveniente ser previsor y evitar el asiento del medio que separa ambas filas. O si uno llegara a sentarse ahí tiene que estar bien descansado porque en el caso de dormirse (es casi imposible no hacerlo) y la combi frenara de golpe yo aconsejo humildemente que se vayan asesorando con un buen odontólogo porque van a tener que juntar de a pedazos la dentadura desperdigada por todos lados. Y no, no tiene cinturón…

Yo no pido mucho, sólo que quien esté delante mío no se haga el sota y finja que está dormido cuando me vio sentar y recline el asiento de tal forma que ni con una orden del juez logren sacarme sano y salvo. Y otra cosa, no terminar acalambrándome una gamba en el medio del viaje (ya me ha pasado de estirarme y no tener noción que arriba estaba el techito donde se pone el equipaje de mano, por así decirlo, y terminar por arrancarme los cuernos).

Si hay algo que me altera es viajar sin las luces en funcionamiento, esas que están arriba de cada asiento, y que te permiten leer sin perjudicar al otro. O si funcionan no giran y tenés que reclinarte de tal forma para hacer foco, que pasados los diez minutos terminas todo contracturado.

Con respecto a los pasajeros, los he visto de todas las calañas. Los que hablan por celular a los gritos, como si el interlocutor que está del otro lado de la línea estuviera a miles de kilómetros, haciendo que el resto de los que estamos (ni hablar del acompañante) le dediquemos detrás de un ceño fruncido y entre dientes un rosario de puteadas. O ese insoportable que tiene las teclas del celular con sonido, es decir, tipea dos palabras acompañado por un sinfín de soniditos monocordes que llegan al punto de alterar el orden medianamente pacífico que se puede generar en un transporte donde vas "amatambrado" pero compartido.

Luego llegan las mamis o tías dignas de querer oficiar como las hadas madrinas rodeadas de nenes, ya sean hijos, sobrinos, hijos del corazón, vecinitos, o hijis de amiguis que la rodean y transforman los pocos metros cuadrados y rodados en una guardería que es un descontrol ya que llegan o van a una distracción típica y disponible durante, preferentemente, para las vacaciones de invierno. Ya sea el cine o el teatro, llenos de golosinas, globos y cualquier chuchería que represente ese variopinto espectáculo. Y los ves a los nenes con sus manos embadurnadas en chocolate, pochoclos hasta en la médula, con ese aliento a caramelo, gritones, berrinchudos y eufóricos… ¿Buscabas paz?. Bien, gracias.

Conozco gente que pareciera haber viajado por primera vez. Y tuve la dicha (o condena) de sentarme detrás de dos "señoras bien". Ambas se apoltronaron ni bien el chofer abrió la puerta. No sé que edad tendrían pero podrían haber sido mis abuelas (afortunadamente no lo eran).

Era una noche de tormenta fuerte, afuera apenas se podía ver gracias a los refucilos, cuando una de ellas sugería al experimentado y capacitado chofer que se detuviera o redujera la marcha. Pese a que la combi iba zigzagueando el hombre sabía lo que hacía. La cuestión es que estas mujeres rezaron a todos los santos, ángeles y arcángeles para no terminar estampadas en el primer cruce, pero por suerte terminamos todos bien (se ve que allá arriba no nos quieren).

Me acuerdo también de esa otra señora que se olvidó de bajar en La Martona. No le quedó más remedio que bajar en la oficina de Cañuelas. Según ella, no veía nada por culpa de las cataratas que tenía. Así que tuvo que esperar a la hija, que si mal no recuerdo y no se le hizo una "laguna", llegó enseguida.

Pero en estos viajes de los que nunca, al menos en mi caso, lográs disfrutar algo tenés que adaptarte no sólo a la limitada comodidad artificial de la carcasa, sino también al pasajero compañero de turno. Para mi desgracia una vez viajé junto a un señor -puedo asegurar que era más alto que yo y realmente muy gordo-. El hombre se durmió, por lo que no sólo tuve que bancarme sus ronquidos, sino su aroma a sudor. Me salvó la campana de un nene que para neutralizar esa aroma tan natural, no tuvo mejor idea que hacer sus necesidades. Sí, viajamos toda la hora y media que dura el trayecto con el señor sudado hasta las muelas y el bebé que de seguro ya se había echado a perder.

De todos modos, como cantaba Pipo Pescador: "El viajar es un placer, que nos suele suceder"… (y más si sabés disfrutar el viaje y no sólo el destino).

Renato de Tellería
Actor, escritor y un cuelgue permanente

Escrito por: Renato de Tellería