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30 de abril. Cañuelas, Argentina.

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La Martona según la visión de un viajero francés

En 1911 el periodista y escritor Jules Huret realizó una de las crónicas más detalladas de la fábrica de los Casares, su estancia y sus tambos.

Vista de la fábrica en 1906. Bejamín Roque.

Durante las celebraciones del Centenario fueron muchos los viajeros que arribaron al país para escribir crónicas y libros sobre la Argentina de principios del siglo XX.

Uno de los trabajos más completos probablemente sea del francés Jules Huret (1863-1915), periodista de Le Figaro y autor de libros de viaje sobre Estados Unidos, Alemania y Argentina.

En 1911 publicó el primer tomo de “La Argentina” (De Buenos Aires al Gran Chaco) en el que el que aparece una detallada descripción de La Martona y su proceso productivo.

Huret no ocultó su admiración por las condiciones higiénicas que encontró en la fábrica de los Casares y sus progresos tecnológicos, pero también describió la miseria que observó en los tambos que rodeaban a la gran usina láctea y la dura vida de los tamberos.

LA FÁBRICA

A una hora de Buenos Aires se encuentra la lechería más importante del país, la de D. Vicente Casares, quien después de haber creado su industria en 1889, fundó una Sociedad que él dirigió hasta su muerte, acaecida recientemente. Desde lejos se divisan los tejados de los nuevos edificios y la alta chimenea de la fábrica que está situada muy cerca de la estación del ferrocarril. Sobre varias vías que unen ésta a la fábrica se deslizan vagones cargados de cajones vacíos, volviendo con ellos llenos.

La estancia mide 7.500 hectáreas y se cuenta en ella 12.500 toros, becerras y vacas, todas lecheras y de razas holandesas y suizas. 300 hombres ocupan en ordeñarlas desde las tres de la mañana. Esos hombres no son pagados por la Sociedad, encargándose un tambero de los gastos de esa operación mediante un 40 % del producto de la leche.

Las vacas dan por término medio 8 litros de leche diarios, durante seis meses, pero eso se considera poco y se venden generalmente las que no dan mayor cantidad. Deben suministrar 10 litros.

Las vacas de la posesión producen por término medio 27.000 litros diarios. Pero esa producción es muy insuficiente para la fábrica, pues distribuye diariamente a la ciudad de Buenos Aires de 20.000 a 25.000 litros. Para la fabricación de la manteca compra cotidianamente 300.000 litros a los tambos de la región, situados algunos a 200 kilómetros de distancia.



Jules Huret. Atelier Nadar.
 

Ahora hago una confesión. Yo tenía la idea de que las organizaciones modernas, absolutamente perfectas, debían ser raras a escasear en la Argentina. Creía que debían contentarse allí con las apariencias de las cosas y que el rigor de las prescripciones higiénicas y de las leyes de sanidad eran patrimonio de Europa y también de los pueblos del Norte. ¡Somos tan ignorantes de las cosas del Universo que suceden fuera de nuestra ciudad, aunque ésta se llame París o Landernau!

Ahora bien; yo recibí la sorpresa de encontrar allí un establecimiento donde la manipulación de la leche de consumo y la fabricación de la manteca se efectúan con los cuidados más minuciosos, sin que sea posible imaginar una organización más práctica, maquinaria más perfeccionada y un respeto más grande a la pulcritud y a la higiene.

Y debo subrayar el hecho de que el establecimiento de la Martona sobrepuja en el tratamiento higiénico de la leche a todos los de las capitales europeas, excepto Copenhague. La gran lechería Bolle que distribuye a Berlín la mayor parte de la leche de consumo no llega a tal grado de perfección sino después de la del Sr. Casares.

Los 20.000 ó 25.000 litros de leche destinados a las 54 sucursales que la Sociedad tiene en Buenos Aires son conducidos a la fábrica, dos veces por día, en grandes cajas metálicas de una capacidad de quince litros. Inmediatamente se vierte la leche en un inmenso depósito (después de haber ensayado una muestra y comprobado su acidez) donde sufre una primera filtración.

Desde allí es elevada por medio de tubos a otros depósitos, donde pasa sucesivamente por seis filtros de tela fina. Luego se desliza a través de otro filtro y penetra en un aparato de pasteurización calentado a 70 grados para ser, finalmente envasada en botellas que pasan también por un autoclave esterilizador calentado a 106 grados. 

Se toman, pues, todas las precauciones para que la leche conserve su pureza. Los porteños pueden satisfacer sin temor ni escrúpulo su gusto por ese brebaje que les agrada beber helado durante los calurosos días del verano. La leche es vendida directamente en las sucursales de la Sociedad a fin de evitar posibles falsificaciones o adulteraciones de los intermediarios y repartidores.

También se fabrica por medio de una máquina francesa, el aparato Gaulin, leche condensada que, por poder conservarse seis meses, sirve para viajes largos. Las latas se fabrican por medio de máquinas francesas y americanas. Se elabora igualmente la lactobacilina para preparar la leche cuajada, según los procedimientos del doctor Metchikoff.

La manteca se fabrica con el mismo cuidado. Los aparatos de fabricación, centrífugos, amasadores, refrigeradores y separadores son los más modernos, seguros y rápidos. El Sr. Casares los compró en Europa, la mayor parte de ellos en las diversas Exposiciones de París. En verano se fabrican 3.000 kilos diarios, a veces, 6.000; durante el invierno 1.000 kilos solamente.



Sector de fabricación de manteca. Benjamín Roque, 1906.
 

Para la fabricación de esa manteca se llenan de nata grandes recipiente -filtros, desde donde se desliza lentamente en espesas estalactitas semejantes a ubres de vacas. Esa nata es amarilla y espumosa, con grandes ampollas o burbujas de aire que flotan en la superficie, y se desprende de ella un agradable olor un poco ácido (el de las frescas cuevas de las haciendas flamencas, donde la nata espera en jarras de tierra para pasar a la mantequera de mano).

Yo probé allá un producto nuevo para mí, el «dulce de leche» que no es más que leche hervida, azucarada y agitada durante tres horas con fuerza centrífuga. Se come como el caramelo y es extremadamente dulce e insustancial, pero los argentinos, muy golosos, adoran esa quintaesencia del azúcar, que se expende en todas las lecherías de Buenos Aires.

Para apreciar mejor la perfección de semejantes establecimientos hay que pensar en lo moderna que es la industria lechera en ese país esencialmente agrícola, donde la leche y la manteca no llegaron a ser sino muy tarde artículos de consumo corriente.

Pero el ejemplo de La Martona tuvo imitadores. En 1903 había en la Argentina 324 lecherías y en 1908 existían 717, situadas casi todas en la provincia de Buenos Aires, próximas a la capital. Una gran empresa urbana, como la Granja Blanca, recibe de sus vaquerías (situadas en la provincia) y pasteuriza cada día de 10 a 12 mil litros de leche para la venta ambulante o por vasos en establecimientos análogos a los de La Martona. Otra empresa importante, la Vascongada, fundada por un grupo de lecheros reunidos en sociedad, vende todos los días en Buenos Aires de 100.000 a 130.000 litros de leche pasteurizada. Y la Gran Lechería Central fundada en 1905 que distribuía entonces 25.000 litros diarios vende ahora un centenar de miles. Todas las lecherías rurales y urbanas libran todos los días al consumo de la capital de 360.000 a 400.000 litros de leche pasteurizada.

La industria mantequera se ha desarrollado en las mismas proporciones. De 920.000 kilos producidos en 1898 ha ascendido a más de 9 millones en 1908. Y no es exagerado pensar que la Argentina está llamada a convertirse en el primer centro productor de manteca del mundo.

Sin embargo, sus progresos serían más rápidos aún si, en vez de limitarse a las vacas inglesas y suizas, adoptasen los estancieros las normandas y flamencas, cuyo rendimiento en leche es doble y triple que el de las mejores de aquellas.

El Sr. Llovet, hoy Cónsul general de la Argentina en París, que es, a la vez que un perfecto gentleman, hombre de rara competencia en esta materia, fue el primero que comprendió, en su país, esa verdad y fue un precursor de ella. Había empleado diez años de su vida en crear, con todo lo necesario, una « estancia » de vacas lecheras flamencas y normandas en su magnífica propiedad de la Magdalena. Todas las máquinas más modernas estaban ya instaladas para la fabricación de la manteca y el tratamiento de la leche. Cuando la Argentina cerró sus puertas al ganado francés, el Sr. Llovet probó a surtir su fábrica con leche de vacas Durham, pero no pudo obtener de ellas más de 5 litros diarios en vez de los 25 que esperaba obtener de las flamencas y normandas que quería importar. Tuvo que cerrar su fábrica, en espera de que una nueva política le permita volver a abrirla.

LA ESTANCIA 

La casa de la posesión Casares se halla inmediata a la fábrica y está enclavada en medio de un parque de varios centenares de hectáreas de superficie atravesado por caminos que permiten la circulación de carruajes. El hijo del fundador, un joven de 25 a 26 años de edad, serio y amable, nos hace los honores de la posesión. Casado recientemente, vive allí con su encantadora y joven esposa, madre de un bebé que tiene por nodriza una piamontesa. La casa, amplia y confortable, está dispuesta, como todas las «estancias», en pequeños departamentos separados, que comprenden dos ó tres habitaciones y una sala de baños, para recibir a las personas de la familia.

Camas de cobre, muebles de finas maderas, cortinas de muselina, chaises-longues con cojines de finos encajes que revelan el delicado gusto de las mujeres argentinas, me recordaron por su sencillez y confort la bella y alegre llaneza de las casas de campo inglesas. Un gran comedor común reúne durante el verano a todas las familias que residen en la morada de la «estancia». Ahora nos hallamos en Octubre, que corresponde a la primavera, tan dulce aquí como nuestro estío.



Primitivo casco de la Estancia San Martín. Thomas Holdich, 1904.
 

Por delante de la fachada principal se extiende un vasto prado cubierto de flores y un pequeño estanque donde nadan peces encarnados, y que recibe el agua de un surtidor minúsculo. Cuatro soberbias alamedas de altos eucaliptos desembocan alrededor de la casa. Una calma y un silencio plácidos reinan en aquel bello paisaje. 

Mientras tomamos el café bajo la galería tapizada de rosales trepadores cuyas flores blancas caen en festones graciosos por toda la fachada, un picaflor, como llaman aquí al pájaro-mosca, con su garganta azul, va a beber en el surtidor. Nada más bello que aquel pequeño ser volando sobre aquellos perfumes con la ligereza de una mariposa y poniendo el pico bajo el hilillo de agua pura; se diría que era una flor sin tallo.

LOS TAMBOS 

El propietario de la «estancia» no se contenta con vender 2.000 becerros cada año y los cerdos cebados con los residuos de su hacienda. También compra sementales ingleses, pagándolos muy caros. Por uno de ellos dio 37.500 pesetas. Orgulloso por las excelentes condiciones de sus ganados, como todo estanciero lo está, hizo que sacasen algunos, de sus establos para ensañárnoslos después del almuerzo. Y llegado el momento desfiló ante nosotros una procesión de soberbios caballo-, de pura raza hackney, shire, morgan y clydesdale, así como de excelentes toros. 

Van guiados por lads ingleses y peones de Galicia. Los primeros sujetan al caballo por muy cerca del bocado, corriendo a la par del animal, con la mano levantaba. Los de Galicia tienen miedo y se apartan, teniendo las bridas por su extremo, lo que da lugar a que los caballos se encabriten y se hieran a veces. La vivienda de la « estancia » es el único oasis de aquel desierto infinito, ilimitado. Cada 10 ó 12 kilómetros aparece en el horizonte un bosquecillo de árboles que oculta lo que en el país llaman un « tambo ». Este es generalmente una casilla de barro y paja donde vive solitario, o con su mujer y sus hijos, el « tambero » encargado de guardar las vacas, de ordeñarlas y cuidar de los lechones.

Fuimos a visitar el «tambo» más cercano, situado a una hora de carruaje, a través de los campos. Era una antigua morada de los dueños de la posesión, semi-quinta y semi-cortijo, edificada por el abuelo. 



Uno de los tambos de La Martona. Foto de Henry Stephens, 1918.
 

Cerca de ese «tambo» se ven barracones de ladrillo cubiertos de latón ondulado, un abrevadero y un depósito de agua alimentado por una noria, accionada por un caballo. Un huracán arrasó recientemente dos enormes eucaliptos que se ven tendidos en tierra, con las raíces al aire. El subsuelo de la región es un poco arenoso y no ofrece a los árboles una base capaz para resistir los fuertes vientos del Sur. 

Viven allí el tambero, con su familia, y dos peones encargados de ordeñar 150 vacas. Es un trabajo penoso, que durante el invierno realizan descalzos, con los pies hundidos en la hierba y en el agua helada, desde las tres de la mañana. Pocos son los que lo resisten mucho tiempo.

Acaban de llevar unas 50 vacas al corral. El ordeñador ata las patas traseras y la cola del animal. Luego se coloca él mismo sobre los riñones un cinturón de cuero al que va fijo un estrecho asiento de madera con un pie central. Para ordeñar, se sienta sobre ese artefacto, que lleva consigo mientras dura la operación. Penetramos en la habitación del tambero. El suelo es de tierra reblandecida, pero aparece limpio. En una pared, alrededor de un espejo se ven algunas tarjetas y felicitaciones de año nuevo con flores pintadas. En el horizonte sólo se divisan campos de hierba. No se distingue ninguna criatura humana, ni más signo de vida que las vacas, muy diseminadas por la llanura é inclinadas hacia el suelo. La hierba es buena y abundante en estos parajes, y las vacas holandesas proporcionan gran rendimiento de leche. Hay una que, como caso excepcional, suministra 20 litros diarios. Causa pena el ver sus ubres, semejantes a monstruosas cornamusas, hinchadas de tal forma que parece van a reventar y que llegan casi al suelo. Sus puntas turgentes parecen inflamadas, pero los ordeñadores las oprimen con la mayor indiferencia, manando la leche en abundancia.

Escrito por: Redacción InfoCañuelas