04 de diciembre. Cañuelas, Argentina.

weather 22º

Ernesto Merlo, el médico de Cañuelas que hizo la primera transfusión de sangre

Fue discípulo de Luis Agote, el descubridor de la técnica anticoagulante. Su madre, Martina Mozotegui, integraba una familia cañuelense de origen vasco.

El Dr. Merlo (1886-1950). Fotos Biblioteca de la Facultad de Medicina de la UBA.

El Dr. Merlo (1886-1950). Fotos Biblioteca de la Facultad de Medicina de la UBA.

Se cree que los intentos para transfundir sangre comenzaron en el siglo XV con el papa Inocencio VIII, quien padecía una insuficiencia renal crónica que lo mantenía postrado en estado crítico. Cuando ya no quedaban tratamientos por probar, llegó a Roma un médico que ofreció cambiar la sangre del viejo pontífice por sangre de jóvenes vigorosos. El intento no llegó a concretarse, pues la sangre de los dadores se coaguló.

Pasaron cinco siglos hasta que un argentino, el Dr. Luis Agote, descubrió el método de conservación de sangre humana para su uso diferido en transfusiones, mediante la adición de citrato de sodio. Su discípulo nacido en Cañuelas, Ernesto Merlo, fue un actor clave en ese descubrimiento ya que se encargó de ejecutar la primera transfusión de sangre incoagulable.

El procedimiento se realizó el 9 de noviembre de 1914 con sangre que dos días antes había donado el portero Ramón Mosquera. El plasma obtenido se conservó en un frasco con citrato de sodio, dentro de una caja de hierro. Llegado el momento Merlo se lo inyectó a un paciente tuberculoso, sin inconveniente alguno. “El resultado fue tan favorable que se tuvo, desde ese instante, la convicción de que el problema estaba resuelto” escribió Agote acerca de un logro que no fue valorado en su tiempo. 

Ernesto Víctor Merlo nació el 23 de diciembre de 1886 en Cañuelas. Su padre, también Ernesto, era italiano, natural de Brescia, amante de las bellas artes. Viajó a la Argentina hacia 1870 estableciéndose en el pueblo de Cañuelas, donde conoció a Martina Mozotegui (hija de Pedro y de María Arrieta) de ascendencia vasca. Se casaron en la vieja Iglesia Nuestra Señora del Carmen el 27 de junio de 1885.

El acta de bautismo de Merlo en la antigua iglesia de Cañuelas, febrero de 1887. Archivo InfoCañuelas.

El acta de bautismo de Merlo en la antigua iglesia de Cañuelas, febrero de 1887. Archivo InfoCañuelas.

El matrimonio tenía planes de trasladarse a Olavarría, pero Martina demoró un tiempo la mudanza: quería que su primogénito naciera en su casa paterna. Una vez afincados en Olavarría, Merlo abrió una herrería y fábrica de carruajes, empresa que le permitió lograr una posición social importante y una situación económica holgada, sucediendo a José Guazzone —más tarde Conde de Passalacqua— en la presidencia de la Sociedad Italiana. Ernesto realizó los estudios primarios en una escuela privada dirigida por el dinamarqués Carlos Oest.

En 1898 la familia se radicó en la Capital Federal, en calle Sarandí al 1400, para acompañar al joven Merlo, que iniciaba el secundario en el Colegio Nacional de Buenos Aires.

“En 1905 ingresó a la Facultad de Medicina. Su padre celebra el acontecimiento con el regalo de un microscopio. El hijo le responde con la seriedad en los estudios, que sabe matizar con expansiones alegres, ejecutando en la guitarra trozos de música lírica que deleitan al padre o milongas porteñas, anticipo de su amistad con Juan de Dios Filiberto, que en otros ámbitos baila con gran maestría” describió el Dr. Héctor Gotta en una semblanza que publicó en 1968 en la revista El Día Médico.

Merlo logró recibirse no sin dificultades y con algunas notas bajas que provocaban acaloradas discusiones con sus profesores por diferencias en la interpretación de algunos temas. En 1913, después del último examen, entró en su casa diciéndole a su madre, católica muy devota: “Ya está todo cumplido, ahora la voy a acompañar a oír misa en la Iglesia Nuestra Señora de Luján”.

Su papá no alcanzó a vivir ese logro. Falleció en 1911 tras una operación de urgencia. Sus restos fueron trasladados a Olavarría donde recibieron sepultura. El hijo, profundamente acongojado, preparó con sus propias manos una guirnalda con las flores recogidas por los amigos en los jardines vecinos y la depositó, de rodillas, sobre la tumba. Desde entonces Merlo no se separó de su mamá, por quien profesaba una devoción que se mantuvo hasta el último respiro.

Gotta destaca la presencia constante de Martina en la carrera del joven profesional: “Desprovisto de posturas doctorales, a sus pacientes de mayor confianza en trance grave les decía: ´Quédese tranquilo que mi madre ya ha desplegado todo su ejército celestial´. Es que Doña Martina acostumbraba a hacer promesas por la curación de los enfermos que preocupaban a su hijo y si se curaban, sostenía de buena fe que el éxito obedecía a sus oraciones”.

Merlo, hincado junto al paciente que recibe la primera transfusión.

Merlo, hincado junto al paciente que recibe la primera transfusión.

Gotta también cita la faceta artística del galeno, que pintaba acuarelas con el seudónimo Ervimer y fue un gran amigo del pintor Benito Quinquela Martín y del escultor Agustín Riganelli. “En una oportunidad, visitando el taller de Riganelli, atiborrado de maquetas, obras decorativas y cabezas de niños, una pieza atrapó su atención: era la escultura de una mujer de facciones armoniosas, cuello grácil, los hombros al desnudo. Tras observarla con los párpados entrecerrados, como era su costumbre en el examen clínico, Merlo paseó su mano por la espalda del busto en gesto acariciante y dijo: ´esta mujer tiene una lesión del vértice pulmonar derecho´. El comentario llegó a oídos del médico de la modelo, Gumersindo Sayago, quien confirmó haberla atendido de una tuberculosis del lado derecho”.

Entre 1918 y 1931 actuó como docente en la UBA (cátedras de Semiología física y Clínica) y en la Facultad de Medicina de la Universidad del Litoral. Fue médico de sala en el Hospital de Clínicas e integró la Comisión de Farmacopea Argentina. Se capacitó en radiología y realizaba él mismo las autopsias con asesoramiento del patólogo alemán Luis Merzbacher. Pero fue en la docencia donde se destacó de manera mas evidente, formando a varias camadas de profesionales. 

Siempre volvía a Olavarría para visitar a familiares y amigos. En sus últimos años adquirió una chacra en Monte Chingolo, donde tenía algunos caballos con muy buenos aperos, cabestros y riendas trenzadas por él mismo. Desde niño sabía montar con soltura. Vestido con bombachas, boina y pañuelo al cuello, se lo confundía con un paisano del montón. Era un hombre de campo, mezcla de criollo y de vasco. Los domingos era asiduo concurrente a las carreras cuadreras y además era un hábil jugador de taba, bochas, truco y pelota al share (una variante de la pelota vasca que se juega con una especie de raqueta compuesta por una red poco tensionada).

Murió en la casa de su madre el 8 de mayo de 1950,.rodeado de sus discípulos Pángaro, Secco, Puchulú y Bouchonville. Martina lo sobrevivió cinco años.

El sepelio generó una importante movilización de médicos, alumnos y docentes. El Dr. Tiburcio Padilla lo despidió en nombre de la UBA: “La medicina argentina está de duelo. Con la muerte de Ernesto Merlo ha perdido a uno de sus profesores más prestigiosos. Es que Merlo era uno de esos médicos de excepción, de los aparecen muy de tarde en tarde. Tuvo desde jovencito una vocación decidida por la medicina y la hizo la pasión de su vida (...) y aunque dio sus primeros pasos al lado de una destacada figura, el profesor Agote, Merlo fue en realidad un autodidacta. Sus maestros fueron sus propios enfermos. Ya como practicante del Hospital Rawson, y luego como médico interno del Instituto Modelo, dedicó todo sus afanes a los enfermos, sacrificando noches y días de fiesta. Para él no había mejor diversión que un caso clínico difícil ni mayor satisfacción que la comprobación de un diagnóstico acertado”.

Fuentes: 
• Biblioteca de la Facultad de Medicina (UBA)
• Luis Agote y su aporte a la ciencia universal, Abel Luis Agüero y Alicia Damiani.
• El Día Médico, artículo del Dr. Héctor Gotta. Marzo de 1968.
• La semana médica, 1 de junio de 1950
• Revista Gente, 4 de diciembre de 1975

Escrito por: Germán Hergenrether