Fue a mediados del año 1955, unos meses después de la revolución que derrocó a Perón, cuando mis padres, Grazia y Francisco Montoya, mi hermana Lidia y yo nos mudamos a Cañuelas. Mi padre había alquilado un departamento en el piso superior de una casa nueva, al lado de una talabartería, sobre la calle Rivadavia. Justo enfrente, estaba al consultorio del dentista Rubini y el galpón de los hermanos Garavaglia. Para entonces, mi padre ya estaba casi terminando la remodelación de un local en la Avenida Libertad, donde iba a abrir un estudio fotográfico, al que llamaría Foto Fam.
En ese entonces, el centro del pueblo de hecho empezaba en la estación de ferrocarril, de donde salía la Avenida Libertad, la arteria principal que luego se volvía ruta a Lobos para un lado y a Buenos Aires para el otro. Varias calles pavimentadas corrían paralelas a la avenida y otras tantas perpendiculares a ella. Las demás eran de tierra y cuando llegaba el invierno el polvo se convertía en un lodo movedizo por donde solo se atrevían a circular unos pocos jinetes intrépidos o conductores de los antiguos Ford, modelo T, porque sus llantas altas y delgadas eran las únicas capaces de superar ese desafío.
La calle Rivadavia era tranquila, poblada por gallinas callejeras, perros, sulkies, carros tirados por caballos, camionetas y alguno que otro auto. Para el lado de la estación, estaba el talabartero y en la esquina de casa tenía su negocio el carnicero donde comprábamos a diario. También había una pequeña biblioteca del lado contrario a la carnicería.
En la ochava opuesta había una pulpería/bar/almacén donde llegaban los gauchos de las estancias en días de pago. Afuera esperaba una fila de caballos amarrados a un poste horizontal de enganche, mientras que adentro, en la parte trasera del edificio, los gauchos armaban juegos de naipes y tomaban aguardiente hasta el anochecer. Más tarde, organizaban bailes a las afueras del pueblo donde se formaba una gran polvareda e invariablemente la fiesta terminaba con alguna riña o alguien herido por el filo de un facón.
Siguiendo la calle Rivadavia, en dirección a la plaza San Martin, había una escribanía y estaba la casa de Alicia Sanseau, la mejor amiga de Lidia. Del lado de enfrente, se hallaba una clínica de maternidad, donde en 1960 en un día muy caluroso de Carnaval nació mi hermano Alejandro. También por ahí, en una calle lateral, estaba el consultorio del único médico pediatra del pueblo, un recién llegado bajo cuyas manos sufrí dolorosas inyecciones de vitaminas que a mi madre se le había ocurrido que yo necesitaba para crecer saludablemente.
Por la Avenida Libertad, caminando hacia la estación y separada de Foto Fam por una callejuela, estaba el consultorio/casa del doctor Mazzanti y su familia. Su hija Griselda, se presentó el primer día a ver si yo quería jugar con ella, y desde entonces se convirtió en mi mejor amiga. Juntas formamos una sólida amistad que ha perdurado 70 años, a pesar de la inmensa distancia que nos separa. Del lado opuesto de la calle, estaba la tienda de comestibles de la familia González, la Casa Garzón, y una mercería. A unos pasos de la casa de los Mazzanti, sobre Libertad y Belgrano, se encontraba la farmacia de Don Mastay, en cuya esquina se congregaban a diario un grupo de muchachos para charlar de fútbol y evaluar a cada chica que se atreviera a pasar por ahí. En la esquina opuesta, se encontraba el bazar de Zabal, seguido por su vivienda desde donde Ismael Berrueta pasaba a diario anuncios publicitarios que intercalaba con melancólicos tangos, los cuales resonaban por el pueblo gracias a parlantes colocados en cada esquina. Lidia y yo nos sentábamos en el umbral de la casa para escuchar los tangos y hasta el día de hoy esas melodías me llenan de gratos recuerdos.
Yendo por la avenida principal para el lado de la plaza y pasando Foto Fam, estaba la casa de la familia Fiumara, seguida por la mueblería/colchonería de Don José. Luego, había una pizzería y una heladería y en la esquina estaba el Banco Provincia, seguido por el departamento de policía. Frente a la plaza estaban terminando de construir el moderno edificio de la Municipalidad, aunque tuvieron que inaugurarlo usando un maniquí porque la estatua de la patria que iba a un costado de la entrada todavía no estaba terminada. Del lado opuesto, estaba la parada del ómnibus y alrededor de ella habían abierto varios restaurantes de comida rápida. Cruzando la calle, frente a la plaza y sobre la avenida Libertad, se destacaba una casa muy vieja, contemporánea de la iglesia, que, según cuenta la leyenda, había sido construida sin escalera fija para proteger a sus habitantes de los malones que en el siglo anterior habían tomado la costumbre de atacar al pueblo.
La Plaza San Martin era hermosa en esa época, muy bien cuidada. Al frente, sobre la calle Lara, estaba y aún está el Cine Teatro Cañuelas y en la esquina de Lara y 25 de Mayo, había una sala de baile que atrajo muchas orquestas y cantantes que luego se hicieron famosos, como Julio Sosa. Del lado izquierdo, sobre la calle Del Carmen, estaba y creo que también todavía está la escuela Numero 1, seguida por la vieja Iglesia de Nuestra Señora del Carmen y la casa parroquial, donde el párroco había improvisado un cine al aire libre para mostrar películas para todo público. En el invierno había que llevar frazadas y un paraguas. Fue en ese patio donde lloré copiosas lágrimas por la pérdida de mi ídolo, James Dean, quien había muerto años antes. El cura me vio tan desconsolada que me regaló el afiche de Rebelde sin Causa.
Una vez al año, venía el circo. Para anunciar su llegada, hacían un desfile encabezado por un elefante, al cual le seguían los payasos, malabaristas, trapecistas y por último los pesados carruajes donde iban los felinos. Pero, nosotros ya sabíamos de antemano que habían llegado porque al amanecer los rugidos de los leones repercutían por todas las calles del pueblo. De vez en cuando, alguna celebridad se aproximaba a Cañuelas y todo el mundo se alborotaba, como el día en que pasó rumbo a la ruta el suntuoso Cadillac descapotable, conducido por el mismísimo Martín Karadagian, el más famoso personaje del mundo de la lucha libre. También se organizaban otros eventos donde desfilaban los estancieros de los alrededores, cabalgando en sus briosos caballos, con hermosas monturas, y vistiendo sus mejores prendas que incluían finos ponchos de vicuña, cinturones de monedas antiguas y facones de plata incrustados con oro puro.
Todos esperábamos el verano con ansiedad. A la noche cortaban el tránsito de la Avenida Libertad para dar lugar al Paseo. La gente caminaba desde la farmacia de Don Mastay hasta la plaza y de vuelta. Lidia y yo volvíamos a casa pasadas las once de la noche, pero nunca teníamos miedo porque siempre había vecinos sentados tomando aire afuera y ellos nos cuidaban. Si la noche se presentaba muy húmeda, caminábamos con un espiral antimosquitos en la mano.
Todos los días pasaba el carro del lechero y mamá bajaba con su jarra. En el verano tocaba el timbre la verdulera que también llegaba en su carro cargado de verduras frescas de su granja. De vez en cuando escuchábamos llamar: “Prontito señora con su bolsita, prontito” y corríamos al camión que traía las jugosas manzanas del Rio Negro. En invierno siempre escaseaba el kerosene, indispensable para las estufas Volcán. En cuanto se veía llegar el camión, la gente se apuraba a hacer fila con su envase porque el codiciado combustible se agotaba muy rápido.
Cañuelas era un pueblo chico, todo el mundo se conocía y no se podía guardar ningún secreto porque los chismes corrían como pólvora encendida. Mi mamá, acostumbrada a vivir en ciudades grandes, siempre decía entre dientes “Pueblo chico, infierno grande”, pero vivíamos tranquilos y casi no había inseguridad. Los forasteros eran seriamente escrudiñados antes de ser aceptados en buenos términos como ciudadanos del pueblo. Mis padres se integraron rápidamente. Papi fue presidente de la Asociación de padres de la escuela 27, presidente de la Asociación contra menores al volante, dirigió la Campaña local de Alpi contra el polio, fue miembro del club Rotario, y perteneció a la cámara de comercio por muchos años.
Nuestro mundo parecía estar en total armonía, pero lamentablemente nada dura para siempre. Hacia principios de los años 60s, la economía del país comenzó a decaer, ya la gente no podía darse el lujo de pagar por retratos profesionales y el negocio de fotografía comenzó a decaer. Al fin, mi padre decidió venderlo a dos de sus empleados para en seguida volver a Buenos Aires y comenzar los trámites de inmigración a los Estados Unidos. Nos fuimos de Argentina en 1965. A través de estos 70 años, me casé con un nieto de italianos, tuve dos hijos y cuatro nietos. Desde entonces, a diario hablo un idioma extranjero, celebro fiestas patrias que no son mías y festejo cumpleaños en mi casa, que no está en Cañuelas. He hecho toda una vida en estos Estados Unidos del Norte, pero nunca dejé periódicamente de visitar a Cañuelas, pues si bien no fue mi lugar natal, siempre ha sido mi pueblo y me considero cañuelense.
¿Cómo ha cambiado? El progreso sigue su marcha con indiferencia, sin detenerse por nada ni nadie. Lo primero que siempre noto es que las gallinas y sulkies han sido reemplazados por mucho tránsito de vehículos comerciales y privados, provocando la necesidad de semáforos. La cantidad de gente circulando por las calles ha escalado profusamente. Hoy no conozco a nadie y los negocios que frecuentaba ya no existen. Me cuesta creerlo, pero la evidencia es clara: Mi pueblo ha crecido y ahora es una pequeña ciudad vibrante y progresista. Como bien escribió Thomas Wolfe en su novela You Can’t Never Go Home Again, aunque quisiese, no podría volver otra vez a casa porque el pueblo en que pasé parte de mi niñez y mi adolescencia hoy existe solo en mi memoria.
Escrito por: Ana María Cúneo