15 de diciembre. Cañuelas, Argentina.

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Aquellas navidades

Una abundante mesa plena de ensalada rusa, lechón, ravioles, licores y confituras españolas era el marco para la felicidad del encuentro en el que no faltaba ni el cura párroco. Escribe: Ana María Cúneo.

Miembros de las familias Montoya, Fernández, Cuonzo y Brunet celebrando la Navidad en los años 40, muchos antes de que los Montoya se mudaran a Cañuelas.

Miembros de las familias Montoya, Fernández, Cuonzo y Brunet celebrando la Navidad en los años 40, muchos antes de que los Montoya se mudaran a Cañuelas.

Como era ya costumbre, todos los años mi familia entera festejaba la Navidad en Banfield, en la casa de mi abuela. No obstante, al aproximarse la Nochebuena de 1959, mi mamá, quien estaba esperando la llegada de mi hermano Alejandro, no se sentía con ánimo para viajar. Fue por eso que todos estuvieron de acuerdo de que ese año la fiesta se celebraría en Cañuelas. Para nosotros fue un verdadero acontecimiento. 

Antes del mediodía del 24 de diciembre comenzaron a llegar a nuestra casa de la calle Rivadavia los abuelos, tíos abuelos, tíos y primos, a quienes se sumaron un par de familiares postizos. Hasta el cura de la parroquia fue invitado. Algunos llegaron en sus automóviles y otros en tren. Mis padres alquilaron camitas y colchones de la mueblería de Don José, en la calle Libertad, para alojar a los que quisieran pasar la noche.

Desde semanas antes los negocios de Cañuelas resplandecían con luces navideñas adornando sus vitrinas y la cámara de comercio había colgado guirnaldas a través de la Avenida Libertad. Un aire festivo y alegre corría por todo el pueblo. Pero fue en casa donde la fiesta se celebró en toda su magnitud, siguiendo las tradiciones que habían traído nuestros antepasados cuando inmigraron del viejo mundo a la Argentina. 

Los abuelos y el tío Toto fueron los primeros en llegar y la abuela tomó posesión de la cocina. Había traído ya preparadas sus pastas caseras, merecedoras siempre de grandes elogios. Pero, a pesar de que a todos los nietos nos encantaban sus deliciosos ravioles, saboreábamos el primer bocado con cautela porque algunas veces la abuela, queriendo complacer a los adultos, los rellenaba con seso – definitivamente un gusto difícil de adquirir para paladares jóvenes. Las pastas por lo general venían acompañadas por carne estofada, salchichas, morcillas y matambre, pero el menú de ese año comenzó con la ensalada rusa de mi madre. 

La tía Matilde, siempre puntual, llegó de la estación con su esposo Francisco, portando bolsas de sidra y varias bebidas sin alcohol. Los próximos en presentarse fueron los tíos Ernesto y Aurora, quienes venían desde Villa Devoto. A continuación, en el mismo tren proveniente de la Capital, llegaron Rubén Sosa, un empedernido solterón quien había sido compañero del tío Toto en la escuela Otto Krause, y mi tío abuelo Juan, luciendo muy elegante con su traje de corte inglés y chaqueta cruzada. Luego hizo su gran entrada la “tía” Elvira, la amiga más antigua de la abuela, una mujer algo extravagante pero poseedora de una risita muy contagiosa.

Minutos más tarde, tocó el timbre el cura párroco y al rato, se oyó la bocina del auto de mis tíos Elsa y Manolo, quienes venían con sus cuatro hijos.

Grace (Grazia) Montoya, la mamá de quien escibre este artículo. Crédito: Foto FAM.

Grace (Grazia) Montoya, la mamá de quien escibre este artículo. Crédito: Foto FAM.

El tío Manolo traía una fuente con un lechón asado al espiedo, el cual colocó a la cabecera de una mesa larga que se había improvisado en la terraza gracias a unos caballetes y tablones, prolijamente cubiertos por los manteles de lino bordados por la abuela. Al ver al pobre animal, muy adobado y con una manzana en la boca, uno de los primos más pequeños salió corriendo en busca de su madre. Acompañando al lechón, iban varias ensaladas y los pollos, que durante la semana habíamos comprado vivos en la feria. Como mamá no encontraba el coraje para matarlos, los pollos habían pasado un par de días picoteando maíz en la terraza. Finalmente, a la mañana de la fiesta, vino la señora que ayudaba con la limpieza y, en menos de lo que canta un gallo, las aves quedaron desplumadas, limpias y listas para el horno. En cuanto a los postres, los abuelos los habían encargado de una confitería italiana de la capital. Incluían una pasta frola de membrillo, masitas, el tradicional pan dulce italiano, una torre de struffoli y, para hacer honor a nuestros antepasados españoles, habían comprado turrones, mazapán y rosquillas de vino. 

Luego de la bendición, vino el brindis tradicional, pero apenas terminada la ensalada rusa, el señor cura, excusándose profusamente, dijo que debía retirase para preparar el sermón de la misa de la tarde. El almuerzo, con los comensales protegidos del sol bajo un toldo instalado unos días antes, continuó festivo, con risas y conversaciones animadas. 

Acabado el plato principal, alguien trajo a la mesa canastas de nueces, almendras y avellanas, seguidas por los postres, café expreso y licores servidos en diminutas copitas. Es bueno recalcar que estas tradiciones tienen raíces en Europa donde hace mucho frío en esa época del año y por eso, una comilona como ésta, sin duda tenía que resultar pesadísima en el verano nuestro. 

Después del festín, cuando la mesa ya estaba recogida, los hombres se reunieron para jugar a las barajas. El abuelo Michele acostumbraba a llevar en su bolsillo un par de mazos nuevos de naipes españoles, listos para improvisar un juego, pero después de perder varias veces siempre gritaba “¡Porca miseria!” y rompía las barajas. Esa tarde no fue la excepción, y como de costumbre el partido terminó abruptamente. Por suerte, mi padre ya tenía listos los dados para una buena partida de la Generala. Mientras tanto, las mujeres no dejaron que mamá hiciera nada y entre todas limpiaron y ordenaron nuestra cocina. Luego, volvieron a la terraza para vigilar a los niños pequeños, contarse chismes y ayudarse unas a otras a resolver sus problemas mientras el mate pasaba de mano en mano. 

Retrato de Ana María a los 10 años. Durante algún tiempo la imagen se exhibió en la vidriera de Foto FAM.

Retrato de Ana María a los 10 años. Durante algún tiempo la imagen se exhibió en la vidriera de Foto FAM.

Más avanzada la tarde, los primos mayores aprovechamos que los adultos estaban ocupados para irnos a dar una vuelta, pero casi todos los negocios estaban cerrados y el pueblo parecía desierto. Solo en la Plaza San Martín se veía algo de actividad. Habían decorado uno de los pinos con bolas de colores y un pequeño grupo estaba preparando un pesebre viviente frente a la iglesia, donde ya estaban llegando para la misa de la tarde los primeros feligreses. Al parar un autobús, justo en la esquina de Libertad y la calle Del Carmen, se bajaron varias personas, pero desaparecieron rápidamente por las calles laterales. 

Hacía calor y los últimos rayos del sol todavía reverberaban sobre el pavimento, formando un espejismo a lo lejos, donde la Avenida Libertad se cruza con la ruta a Buenos Aires. Nuestro paseo improvisado nos llevó hasta la Plaza Belgrano que en esa época estaba un poco descuidada. Recuerdo que en la parte central había un pedestal de cemento con una placa de bronce que explicaba que debajo de la plaza corría un cuerpo de agua. Como el partido de Cañuelas está cruzado por varios arroyos que son tributarios del Río Matanza Riachuelo, posiblemente se trate de uno de ellos. Una vez inspeccionada la plaza, emprendimos la vuelta, parando para refrescarnos en una heladería que todavía estaba abierta.  

Sin que nos diéramos cuenta, una densa oscuridad había ido reemplazado el azul rojizo del atardecer, envolviendo en sombras al pueblo. Las calles quedaron apenas iluminadas por las luces de la Avenida Libertad y los tenues faroles de las esquinas adyacentes. De regreso a casa, descubrimos que los mayores habían comenzado los preparativos para lanzar fuegos artificiales desde la terraza. Bajo estricta vigilancia, a los niños mayores se les permitió prender cohetes y cañitas voladoras, mientras los más pequeños iban creando un universo de estrellitas con luces de bengala. En secreto, mi primo Jorge había traído de contrabando una caja de petardos y comenzó a prenderlos uno tras otro, alborotando a todos los perros del barrio.

Se cree que estas costumbres tienen raíces muy antiguas, cuando el ruido y el fuego se usaban para ahuyentar a los malos espíritus y para atraer a la buena suerte. La Municipalidad de Cañuelas en esa época todavía no tenía una ordenanza que estableciera control sobre la venta y el uso de la pirotecnia sonora, pero con el crecimiento de la población ese decreto se volvió necesario. Por dar un ejemplo, un fin de año mi amiga Griselda y yo prendimos tantos petardos a la vuelta del Banco Provincia que el comisario mandó un policía para pedirnos que nos fuéramos a otro parte porque no podían trabajar con tanto ruido. 

Entrada la noche, cuando los niños pequeños ya estaban cansados, la acogedora cama de mis padres resultó ser el lugar ideal para una siesta antes de irse a casa. Pero, ese arreglo no duró mucho y la tía Matilde fue enviada para imponer las reglas disciplinarias. Nosotros nunca intercambiábamos regalos en Navidad. Los niños ya sabían que tenían que ser pacientes y esperar hasta el 6 de enero, cuando los magos del oriente llegaran con sus camellos colmados de juguetes. Las decoraciones en nuestra casa incluían el pesebre tradicional y guirnaldas festivas. En esos años, había pocos árboles navideños en los hogares de Cañuelas pues esa costumbre anglosajona todavía no se había difundido en el pueblo. 

Al aproximarse la medianoche, la abuela, mamá y las tías se fueron a la iglesia para escuchar la Misa del Gallo. La antigua Iglesia del Carmen en esa época se llenaba y la misa de Nochebuena se extendía mucho más que la habitual de los domingos. En mi casa, la fiesta de ese año continuó hasta que algunos se fueron a la estación a tomar el último tren del día y otros, ya entrada la madrugada, partieron en sus coches. Los abuelos, bastante cansados, y el tío Toto fueron los únicos que se quedaron a dormir y al día siguiente la abuela nos despertó con el aroma de chocolate caliente y churros caseros recién hechos.    

¡Feliz Navidad Cañuelas y los mejores augurios a todos para el 2026!

Escrito por: Ana María Cúneo