El tute cabrero es un juego de naipes muy popular en bares y clubes, donde pierde la partida quien queda al medio en el puntaje. En la actualidad, los jóvenes no lo juegan ni lo conocen. Las lánguidas jornadas de barajas y ginebra han sido reemplazadas por adictivos juegos electrónicos.
En el garito de nuestra política se da algo similar: hay dos ganadores en los extremos, el mileísmo a más y el kirchnerismo a menos. Y una perdedora que quedó al medio: la república institucional.
El kirchnerismo y el mileísmo son populismos, pero difieren en el signo. Los sucesores de Perón dicen ser progresistas, pero en realidad son corporativistas autoritarios, devenidos cleptócratas; y los de La Libertad Avanza una extrema derecha abolicionista del estado, socialmente insensible.
El genoma populista que comparten ambas fuerzas se exhibe en sus conductas y manejos del poder.
Tanto la viuda de Kirchner (está precalentado Kiciloff) como Milei, se paran como líderes de cada movimiento con facultad de decisión. Ella, todavía; él con pista libre por ahora. Juegan como dos pequeños césares. Ella prefiere disimularlo; él, paisano con botas nuevas, acentuarlo. En cada campamento, su palabra es ley. Ambos son definitivamente verticalistas. El líder conduce, la masa acata. A quien no lo hace, se lo descarta.
Ambos plantean una división tajante entre el “nosotros” y el “ellos”. Los buenos y los malos. Los amigos y los enemigos. Pueblo y antipueblo. Al enemigo, ni justicia, decía el General; ratas inmundas, insulta Milei.
Ambos creen en el predominio de un único poder: el ejecutivo. Dominan con los votos el legislativo y piensan que el judicial está solo para perturbar la marcha de sus planes, por eso tienden a cooptarlo y someterlo. Cristina dio una larga batalla para dominar la justicia, no lo logró; Milei se ancló en Lijo, y tampoco lo logró, ni envía las listas de propuestas de jueces para cubrir las vacantes de una judicatura diezmada.
Ambos repudian ser controlados, requisito necesario en las instituciones republicanas.
Ambos descalifican a sus adversarios: gorilas, cipayos, dicen los unos; ñoños republicanos, mandriles, los otros; persiguen e insultan porque no aceptan cuestionamientos a sus planes y doctrinas.
Ambos pretenden construir y ejercer un poder hegemónico, sin fisuras. El estado soy yo.
Ambos son campo propicio para la corrupción. La del kirchnerismo ya es real, probada, con varios condenados, su líder presa, y otros juicios en curso; en el mileísmo despunta el riesgo de tomar el mismo camino, ya aparecen rastros de corrupción enquistada que han tomado estado público. Es lógico, para los que conciben el poder absoluto el fin justifica los medios, la honestidad es un valor pacato.
El termómetro de las autocracias los detecta por su ataque a la justicia y al periodismo, que son, justamente, los controles del accionar de un gobierno. Cuando esta conducta se generaliza, el diagnóstico anti-republicano resulta claro.
La aspiración última de cualquier populismo es detentar la suma del poder público para ejercerlo sin límites en pos de un aparente bien común. El interés y el destino de la nación se expresa por la boca de su líder.
En esta sofocante tensión de dos extremos se debate la suerte de la República Argentina.
El análisis de los votos de las últimas elecciones nos muestra un cuadro de situación concreto: existe más de un tercio del electorado que castigó a ambas fuerzas mayoritarias y se expresó en forma dispersa por partidos menores o en el importante ausentismo.
En este último grupo se presume predomina una posición republicana e institucionalista, de respeto a la Constitución Nacional. Manifiesta su repudio tanto a la cleptocracia kirchnerista y su desgobierno, como al populismo de Milei. El voto institucionalista, con una necesaria comprensión social, flota expectante sin sólido continente partidario ni figuras representativas.
Se ha licuado en la conciencia colectiva la fuerza moral que regía en los años de la recuperación democrática. Se ha perdido interés y respeto por todas aquellas cuestiones que hacen a la gestión pública que no pasen por lo económico y financiero. Sin descartar la importancia que tales cuestiones tienen, la praxis ha demostrado que solo son efectivas dentro de una estructura de valores que las encuadren en la ética pública y el respeto a las normas republicanas. No solo de pan vive el hombre, enseña un libro milenario.
Tal vez sea válido reconstruir la solidez de los partidos políticos, pero no como organismos burocráticos, anquilosados, que cayeron en el descrédito de la ciudadanía, y cuya decadencia motivó liderazgos circunstanciales que se montaron sobre la decepción y angustia del pueblo.
Éste es el momento de la gestación, faltan dos años para las próximas elecciones. Necesitamos barajar y dar de nuevo. Argentina ha quedado al medio, vencida en el tute cabrero de la política, y deberá buscar una senda de progreso con honestidad, libertad y desarrollo económico y social.
No todo está perdido. Tal vez tome forma una tercera fuerza, distinta a los dos populismos imperantes, capaz de respetar la Constitución Nacional, legislar en su consecuencia, y promover una política económica de base liberal con atención y respeto por las necesidades sociales. Sin iluminados ni mesías, con argentinos honestos capaces de tomar la conducción del estado y construir, paso a paso, el necesario bienestar general que nos está faltando.
Hay muchos países en el mundo que transitan un camino de paz, libertad y progreso, y sus poblaciones lo disfrutan.
“¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen Uds. el brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrir el pecho a las cosas”. José Ortega y Gasset. Conferencia dada en La Plata, Buenos Aires, Argentina. Año 1939.
Escrito por: Carlos Laborde